Cuando empezó esta maldita pandemia todos pensábamos que iba a durar unos meses y después, vuelta a la normalidad. Circulaban calendarios divertidísimos con la reprogramación de todas las fiestas populares suprimidas que pronosticaban que noviembre y diciembre iban a ser un auténtico jolgorio. Y mira por donde, cuando aún estábamos guardando los bañadores y los vestidos de tirantes, llegó una segunda ola que arrasó con nuestras esperanzas de haber conseguido doblegar a este virus canalla. Pero no sólo eso, para los que somos del norte, ésta segunda ola ha sido mucho más trágica y mortífera que la primera. Es como si el virus hubiera encontrado un terreno virgen donde cebarse y ha entrado a saco en hospitales, residencias de ancianos, casas,…
En una de esas residencias vivía mi tía Carmen que a sus 103 años aún conservaba la cabeza en su sitio. Aunque era muy mayor, posiblemente hubiera vivido algunos meses o años más pero qué importa eso ahora. Lo triste, como todos los que mueren de esta maldita enfermedad, es que pasó sus últimos días sola y ninguno sabemos cómo los pasó. “Está tranquila”, me dicen que decían los médicos que informaban una vez al día de su evolución. Claro que tampoco iban a decir otra cosa.
Otro de mis mayores cercanos vivía en su casa de toda la vida con su mujer y una cuidadora, que acababa de incorporarse pues la anterior había tenido un grave problema de salud. Para ayudar en la transición de cuidadoras, su hijo mayor, médico, fue a pasar la primera noche con ellos sin saber que era portador del temido virus. El resultado fue demoledor: el matrimonio y la cuidadora infectados. A las dos semanas mi querido vecino fallecía en su casa. Su hijo está destrozado.
Podría contar varios casos más muy cercanos. El virus está ahí y mientras no nos vacunemos o haya un tratamiento efectivo, que no lo hay, todos estamos expuestos. Creo que en las sociedades desarrolladas nunca nos hemos sentido tan vulnerables. Personalmente me recuerda a los primeros días tras los atentados del 11 de marzo en Madrid, en los que me daba miedo coger el metro, ir a centros comerciales o acudir a conciertos. La diferencia es que entonces, tomando un café con mis compañeros de trabajo, cenando en casa con amigos o saliendo de fin de semana a visitar a la familia, conseguía aplacar esa angustia. Ahora todo eso es lo que no podemos o no debemos hacer.
Ante este panorama desolador, hace ya unas semanas se anunció que varias vacunas en fase III tenían una efectividad de más del 90% y eran lo suficientemente seguras como para suponer que en pocos meses podría empezar la vacunación del personal y residentes en residencias de mayores, del personal sanitario y de la población más vulnerable. No solo eso, se habla de que el próximo verano la mitad de la población española podría estar vacunada. Yo confío estar entre ellos porque, si es cierto que más del 40% de la población no se quiere vacunar, entonces por edad, me toca seguro.
Este horizonte me llena de optimismo y creo que es en lo que tenemos que pensar cuando planifiquemos nuestras Navidades. ¿Merece la pena correr el más mínimo riesgo con nuestros mayores cuando es probable que en pocos meses estén vacunados y puedan venir a nuestras casas a pasar no una semana sino un mes, y podamos cenar con ellos no una noche sino todas las noches? Lo triste de pasar solo la Navidad es no tener con quien pasarla, pero éste no es el caso. Estar solo en Navidad, por haber decidido hacerlo como medida preventiva, no es ninguna tragedia.
No puedo decir lo mismo de las Navidades que vivirán las familias que hayan perdido algún ser querido este año y no tendrán ocasión de volver a celebrar ni ésta, ni ninguna Navidad en su compañía. En nuestra familia, esta situación tan peculiar y desastrosa quizá ayude a sobrellevar la ausencia de mi querido cuñado Javier. Unas Navidades tradicionales, hubieran sido muy duras. Javier, no solo por su personalidad arrolladora sino también por su tamaño, llenaba la casa, la cocina, la mesa y cualquier espacio en el que estuviera. Su madre, su mujer y sus hijos le seguirán echando muchísimo de menos todos los días del año, sea o no Navidad y haya o no haya pandemia.
Nosotros nos vamos a quedar a pasar las Navidades en Madrid por primera vez. Las familias que nos reuníamos en casa de nuestra madre o suegra en Navidad o Año Nuevo, nos vamos a quedar en nuestras casas. Cocinaremos menús especiales y trataremos de “copiar” con mayor o menor éxito los platos estrella de los menús navideños familiares. Intentaremos hacer videoconferencias con todos, especialmente con nuestras madres, y brindaremos con la esperanza de que todo esto acabe pronto.
Así que, con la que está cayendo, no hagamos de la Navidad una tragedia.
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