Casi a diario me quedo atónita, y cada vez más, de ver cómo mucha gente, y sobre todo aquellos que tiene cargos de responsabilidad, en el ámbito público y privado, pero también personas conocidas, cercanas, allegadas, sean, seamos, incapaces de reconocer cuando hemos cometido, ya no un error excusable, como se dice en derecho, sino un error flagrante o inexcusable, de esos que prácticamente nos damos cuenta de que es un error en el mismo momento de su comisión.

Me vienen a la mente los pasos de la confesión, eso de lo que nos hablaban nuestras abuelas y que nos enseñaron a realizar en nuestro colegio a las que estudiamos en colegios religiosos, el examen de conciencia. Solíamos realizarlo, ya no cuando nos íbamos a confesar sino casi todos los días, normalmente cuando nos íbamos a la cama, y repasábamos nuestro día.

Muchos de nosotros, como resquicio de eso que aprendimos, quizá no todas las noches, pero si a menudo, hacemos un pequeño examen de conciencia, en unos casos de forma más rápida y en otros con más profundidad, lo que ha sido nuestro día, poniendo foco en las cosas que hemos hecho mal y los errores que, de sobra, sabemos que hemos cometido o en las mentiras, que también de sobra, sabemos que hemos dicho, que tampoco son las famosas mentiras piadosas de las que nos hablaban de pequeñas, sino mentiras.

Como paso siguiente y después de ese examen de conciencia, ahora en mi opinión especialmente necesario y tan poco practicado, venía lo que llamábamos el dolor de los pecados, que desde un punto de vista cristiano sería algo así como estar pesarosos de esos pecados por haber ofendido a Dios, y que ahora equivaldría a sentirse mal, a disgusto con uno mismo, porque de sobra también sabemos cuando no hemos  actuado bien, no ya contra Dios, que eso lo dejo para los creyentes, sino frente a los demás, frente a nosotros mismos, cosa que nos debería dejar preocupados e incomodos, pero tampoco parece que ocurra. Ese examen que nos produce culpa, esa culpa que ahora casi intentamos borrar en cuanto aparece, cuando la culpa es lo que nos hace intentar no volver a repetir esa mala acción

Y luego, finalmente, el famoso propósito de enmienda sin cuya existencia, al final todo se queda en agua de borrajas, porque seguiremos cometiendo una y mil veces los mismos errores y cometiendo los mismos desvaríos, o contando las mismas mentiras casi sin despeinarnos, pareciendo que, incluso llega un momento que la mentira se convierte en verdad y la verdad es mentira, ¿de locos verdad?, pues es así.

Si todos estos pasos los llevamos al plano moral nada más y nada menos, sin darle ningún sentido religioso, seguimos viendo, si cabe incluso más, su importancia. El examen de conciencia, es decir, el tomarnos un tiempo para analizar lo que hemos dicho o hecho mal ese día o esa semana, es vital, para la persona y para los demás.

Parece que los sentimientos que nos originan problemas como el sentirnos culpables o el sentirnos tristes, o desasosegados hay que eliminarlos para no tener que estar incómodos. Vamos que queremos tener o sentir lo bueno y lo malo desterrarlo y eso sabemos todos de sobra que es imposible y antinatural, seríamos robots, porque incluso los animales, y lo vemos cada día los que tenemos mascotas, también se sienten tristes o alegres o incluso culpables, cuando hacen alguna cosa que les hemos enseñado que está mal y si se lo enseñamos a nuestras mascotas, si se lo enseñamos a nuestros hijos, como  es posible que de mayores, cuando nuestro compromiso y responsabilidad tiene que ser mayor hacemos como que no existe ¿absurdo verdad?. No, no es solo absurdo es impresentable, A ver si todos nos damos cuenta que negando la evidencia no estamos convirtiendo la mentira en verdad, ni lo malo en bueno, al revés, eso denota la falta de escrúpulos de los que mantienen esa actitud.