La mayor parte de las mujeres tenemos una enorme capacidad para sacar punta y reírnos tanto de nosotras mismas, como de las situaciones que se nos presentan a diario. Reírse es estupendo, desestresa, eleva el ánimo, ensancha los pulmones, no cuesta dinero, mantiene en forma nuestro sentido del humor (tan necesario)… ¡Vamos, que todo son beneficios! A diario la vida nos pone por delante cientos de momentos graciosas, que superan las mejores escenas de humor del cine. No olvidemos que muchas  escenas míticas se han nutrido de la realidad y que cuanto mejor reflejen situaciones cotidianas más gracia nos hacen.

Hay muchísimas personas con sentido del humor, independientemente de su género. Pero las mujeres solemos tener menos reparo tanto para comentar lo gracioso que nos ha resultado algo, como para recrear y remedar, con todo lujo de detalles, la experiencia vivida y los esfuerzos que hemos tenido que hacer para mantener la compostura y no estallar en una gran carcajada cuando se estaba produciendo la situación.

 

Quién de nosotras no ha vivido reuniones, charlas, encuentros… de cualquier tipo, donde hemos observado claramente lo que las personas son capaces de hacer con tal de destacar, venderse y hacerse notar, sobre todo si hay personas de cierto nivel o en cuya mano podría estar su éxito futuro.

Nosotras, que  en casi todo lo que apunta al “poder” seguimos siendo minoría,  solemos optar por no decir nada, si realmente no tenemos algo con fundamento que aportar ni algo novedoso e inteligente que plantear.   A la mayoría de nosotras, el discurso vacío y aparente no nos va. Aun así, tratamos de poner todo el interés de que somos capaces para que la persona que está diciendo obviedades (o imbecilidades) se sienta escuchada, y siga pensando que sienta cátedra, que casi nos ha descubierto la ley de la gravedad, cuando en realidad no está diciendo ni aportando nada de interés ni nada nuevo.

 

Consecuencia de esa empatía tan femenina, a veces nos llega a provocar una cierta pena y algo de involuntaria ternura, porque mientras él posible (o probablemente) está pensando “Estoy dejando a todo el mundo con la boca abierta. Soy un crack”, nuestro pensamiento es “¡Díos mío! Preferiría morirme, antes de decir tamaña tontería delante de toda esta gente”.  Y sentimos por él la vergüenza que él no siente.

 

Afortunadamente nuestra capacidad de disfrute con las pequeñas cosas suele ser casi infinita, sobre todo cuando compartimos lo vivido con nuestras amigas. Es entonces cuando nuestro divertimento llega al culmen y nuestra risa a todo el cuerpo. En ese momento, quitándonos la palabra las unas a las otras -porque siempre tenemos tanto y tanto que contarnos, que no siempre podemos escucharnos con atención-  es cuando nos reímos a placer de lo que hemos presenciado. Simplemente con ese rato y con el recuerdo de ese rato estamos de buen humor para el resto del día. Y nos da energía para trabajar,  para seguir.

Reírse es maravilloso y compartir esas risas con otras mujeres, con nuestras amigas  o compañeras, es uno de tantos y tantos actos de amor y felicidad que vivimos cada día.