No sé si os pasará a vosotros, pero yo, cada vez que oigo la expresión nueva normalidad, se me abren las carnes. Todos, absolutamente todos, y lleváramos la vida que lleváramos antes, ansiamos volver a lo mismo, a lo de antes. Soñamos con volver a nuestra vida anterior. No queremos que nada cambie y nos angustia cómo será nuestra vida tras esta pandemia.

Los seres humanos somos animales de costumbres y cuando nos acostumbramos a algo no nos gusta que cambie, si encima es consecuencia de lo que ha ocurrido y nos tememos que el cambio va a ser a mucho peor, pues no queremos ni oír hablar de ello.

El otro día cuando estaba escuchando hablar de los negocios y las actividades que más estaban sufriendo las consecuencias de esta situación y comentaban que iba a ser inevitable que los vuelos se encarecieran, por lo menos durante un largo espacio de tiempo, mi mente echó a volar. Me encontré dándole vueltas a la cabeza y con una cierta angustia porque lo mismo no iba a poder conocer esos lugares que me quedan por conocer. Y de repente, me acordé de cuando éramos pequeñas, cuando prácticamente no se viajaba fuera de España, y nos conformábamos, y no solo eso, estábamos deseando que llegaran nuestros tres meses de vacaciones en la sierra, en la playa o en el pueblo, dependiendo de donde solía ir cada uno, y eso nos parecía lo más maravilloso del mundo. Como no conocíamos otras vacaciones pues no aspirábamos a otra cosa, y menos a conocer el mundo entero, y eso no restaba un ápice de emoción a nuestras vacaciones, mucho más sencillas.

Y ahora, ya no a nosotras, que mucho menos, sino a nuestros hijos les parece tremendo pensar que no se sabe hasta cuándo no podrán irse fuera tan a menudo como lo suelen hacer ahora con esos billetes, la verdad, tan asequibles.

Me vino a la mente lo que siempre me dice mi madre, que siempre ha ansiado viajar fuera de España y conocer el mundo y ha salido solo tres veces, muchas más que muchas de las personas de su generación, pero tres veces, una a Londres, otra a París y otra a Portugal. Y eso ya siendo mayor, cuando les hemos llevado nosotros, sus hijos. Siempre repite una frase hecha: “al final ves Sevilla, ves tu villa”.

También pensaba en lo que, a muchas de nosotras, aunque es verdad que esto se apacigua bastante con la edad, nos gusta comprarnos ropa, y ahora, con la cuarentena, incluso me molesta vestirme más cuando salgo a dar una vuelta a la hora prefijada. Me he acostumbrado a vivir en mallas, camisetas y deportivas y cuando me pongo unos tacones para ir a algún lado, ya casi no aguanto. ¡Lo que es la costumbre! Le decía a mi hija, en estas charlas que la doy siempre que puedo y, que si la pillo bien, me escucha y, si la pillo mal, me dice que no le dé la chapa, que me pongo pesadísima, – ahora entiendo como vosotras, que siempre vais en deportivas, eso sí caras y difíciles de encontrar, y pantalones, cuando os tenéis que poner unos tacones o una falda os resulta un rollo. Están acostumbradas a la comodidad de pantalones, zapatillas, jersey y sudaderas, eso sí, perfectamente estudiado y muchas veces más caro que un vestido más puesto, pero mucho más cómodo y operativo.

En esta época también soy consciente de cómo la naturaleza ha tomado en parte su sitio perdido, con todo su esplendor, e igual que el otro día salía una playa, de no sé dónde, llena de tortugas durante el día porque ahora la playa estaba vacía y antes no salían a desovar hasta la noche. Desde mi ventana veo la terraza y observo más pájaros que nunca. El otro día vi horrorizada como esos pájaros grandes y blancos y negros, con un toque azul en las alas, que creo que se llama urraca pica pica, se llevaba a un gorrión en su pico y una legión de gorriones la seguían, imagino para que soltara al polluelo, cosa que la verdad me puso muy mal cuerpo, pero soy consciente de que estaba observando la naturaleza en estado puro.

De todo esto y de muchas cosas más no era tan consciente antes. Si de algo nos hemos dado cuenta es de algo que en parte habíamos un poco olvidado las de mi generación, pero que, si lo tenemos dentro, porque así hemos sido educadas, y es en no necesitar tanto de todo y conformarnos con las pequeñas cosas. No tirar casi nada. Aprovechar las cosas. No tirar comida, que ya nos decían las monjas que era pecado. No necesitar cambiar de coche si el nuestro funciona bien. De muchas cosas.

Pero al final, tengo que acabar esta entrada siendo consecuente conmigo misma y reconociendo que, aunque este tiempo tan aciago y tan triste, sí que está sirviendo para recapacitar, para tomarnos la vida más tranquilamente, para ver que con menos nos podemos arreglar (Every cloud has a silver lining), tengo que reconocer que eso que dijo Rafa Nadal, de yo no quiero la nueva normalidad. Quiero la normalidad que tenía, es la verdad verdadera que grita a diario en mi interior.

Todos los días me levanto pensando ¡Quiero volver a la normalidad!, a la de siempre.