En la entrada “Mediana edad, media, en el medio” hablábamos de la situación de los que están en esa llamada edad media, en el medio, cuando se es el hijo del medio, la clase media… que muchas veces no están en tierra de nadie pero que sustentan muchas cosas. Pero  hoy me gustaría hablar de los mayores, del primer hijo o hija que se tiene, y los efectos, a veces  devastadores, que esa situación trae sobre el la primogénita en cuestión. Sé que, si hablamos de realeza, y aún sigue pasando en muchos lugares en el caso de los varones, el primero es el que hereda el título nobiliario o el que es el rey… porque muchas mujeres, aunque fueron las primogénitas no han tenido todas estas ventajas que ya sabemos que, como todo en esta vida, también tiene sus inconvenientes.

Mi madre es la mayor de sus hermanos y, aunque siempre los ha adorado y se ha ocupado de ellos hasta el final, sobre todo de su hermana siguiente, a la que cuidó con un amor y una entrega absoluta, y también a su marido, hasta su muerte, siempre me pareció que de alguna forma también fue una carga para ella.

Hacerse cargo de sus hermanos pequeños había formado parte de su ADN. Siempre me cuenta que cuando era joven y quedaba con sus amigas, su madre, viuda al poco de acabar la guerra y con varios hijos, le decía:”- Anda, llévate a las niñas contigo, mis dos tías más pequeñas, a dar un paseo, así las niñas toman el aire y  a mí me ayudas” (otro hermano era el único chico y otra, que era la mayor y que hubiera correspondido esa discutible posición,  falleció con 15 años). Y ahí estaba ella, mi madre, enfadada y pataleando, saliendo con sus amigas a tomar algo o a tontear con los chicos, con las dos niñas pegando el coñazo y con sus amigas rezongando y echándole en cara que no le dijera a su madre que no, porque para ellas también era un rollo.

En su caso, situaciones similares se repitieron en muchas otras cosas: teniendo, por ejemplo, que dejar de trabajar (ella era muy buena en matemáticas y le llevaba las cuentas a un conde), porque su madre le pidió que se quedara en casa a ayudarla y a ayudar a un hermano que se hizo cargo del negocio familiar a la muerte de su padre. Ella le llevaba la gestión y todo el papeleo. Como en aquella época no existían seguros ni nada parecido, ahora no cobra ni el SOVI. Aunque siempre trabajó mucho, dentro y fuera de casa, nadie cotizó por ella.

Este papel no ha acabado en la generación de nuestras madres, sino que sigue existiendo y, aunque cada vez se va difuminando más, todavía hoy si eres la primera y mujer, en general te acabas haciendo cargo de un montón de cosas e intentas de algún modo proteger a los siguientes hermanos. Aunque nadie nos haya cargado expresa y obligatoriamente con esa tarea, la sentimos de un modo muy fuerte y la ejercemos con toda nuestra energía y cariño, aunque a veces la sintamos como una losa.

Muchas de nosotras seguimos estando pendientes de nuestros hermanos y hermanas más pequeños. Todavía recuerdo mis noches persiguiendo a mi hermana, que nunca encontraba la hora de volver a casa. Como nos  llevamos pocos años y muchas veces salíamos juntas, no podía regresar sin ella. A mi madre, que siempre nos esperaba levantada, le hubiera dado un disgusto y un ataque, así que yo persiguiendo y rogando: “Por favor vámonos ya, que es muy tarde, no hagas eso, no te vayas a ese viaje de aventura, o no se lo digas a papá y a mamá, porque va a ser un drama…  Y así casi hasta ahora, pero con otro tipo de cosas.

Y no es que no queramos a nuestros hermanos pequeños, pues los adoramos. Por voluntad propia, estamos pendientes de ellos, aunque ya no vivamos juntos, ni ellos lo pidan -es más, les repatea-,  nosotras erre que erre, pendientes, por acción u omisión, porque te lo dice tu conciencia y tu corazón o, si no, te lo dice tu madre o tu padre. Por fas o por nefas, estamos siempre ahí. Por eso, aunque muchas veces nos dan cierta pena los que no  han tenido hermanos,  otras nos dan  envidia esos hijos únicos que aparentemente solo tienen que preocuparse de ellos.

Me comentaba una amiga, que también es la mayor, que a su hermana le han detectado una enfermedad grave y que ella, no precisamente con una salud de hierro, naturalmente está apoyándola todo lo posible. Se había convertido en una especie de madre al cuadrado, papel que estaba ejerciendo con más ahínco que con sus propios hijos, acompañando a su hermana al hospital, preparándole comidas que la ayudaran en su recuperación, y estando pendiente en todo momento de sus necesidades. Su hermana, sin embargo, la acusaba cariñosamente de pesada, agobiante y  entrometida. Y ella negra, porque su hermana seguía fumando y comiendo lo que quería, sin hacer ningún caso a sus sugerencias y razones.

Como si se tuvieran poco en la vida,  los mayores, más bien las mayores, están ahí, dándolo todo  de la mejor manera que saben, hasta el final.

Esa carga se añade a la que ya de por sí solemos llevar las mujeres, sobre todo las de mi generación y las más mayores.  No deja de ser un nuevo peso sobre la espalda y, aunque se hace voluntariamente por amor y responsabilidad, no podemos evitar, de vez en cuando, algunos pensamientos que nos avergüenzan y escondemos. Como decía mi madre a su madre: Pero mamá… si yo hubiera querido ser hija única. Por qué somos tantos. Con lo tranquila que hubiera estado sola”.